Tras un brote de violencia extrema en el estado occidental de Rakhine en Myanmar en agosto de 2017, más de 740.000 niños, mujeres y hombres rohingya buscaron seguridad en Bangladesh como refugiados, entre ellos Nur Ayna, de 18 años. Actualmente, Nur trabaja como instructora de birmano en un centro de aprendizaje en el campamento de refugiados de Kutupalong, en el distrito de Cox’s Bazar.
Aquí, la joven reflexiona sobre la vida en Myanmar, donde los rohingya son una minoría apátrida, sus experiencias como refugiada y sus esperanzas para el futuro. Su relato en primera persona:
“En Myanmar teníamos nuestras tierras donde cultivábamos flores, verduras y muchas plantas. Teníamos una casa grande donde todos los miembros de la familia vivían juntos. La violencia y la matanza nos llevaron a dejar nuestros hogares. Quemaron casas en mi barrio. Dispararon y mataron a mucha gente en mi pueblo. Vivíamos con miedo todos los días. Cuando finalmente decidimos irnos, no teníamos otra opción. Fue el viaje más difícil de mi vida. Caminamos durante 13 días y 13 noches. Para cruzar el río, mi familia usó una balsa de bambú hecha a mano. Había mucha gente con nosotros, no podría cuántas personas, eran demasiadas.
Hoy, en Bangladesh, somos tres hermanos que vivimos con nuestra madre en la misma casa. Mi hermana mayor está casada y vive con sus suegros en un campamento diferente. También tengo algunos otros parientes en los campamentos, pero ya no vivimos como antes en Myanmar. Todos estamos dispersos en diferentes campamentos. Pero ¿qué más podemos esperar mientras vivimos en un campamento de refugiados?
Extraño mucho mi casa y mis jardines, pero sobre todo extraño ir a la escuela y estudiar. No tenía que trabajar allí, teníamos suficiente para poder vivir. Pero aquí tengo que trabajar para mantener a mi familia. Extraño mi antigua vida en Myanmar.
Antes del brote de COVID-19, enseñaba a los niños rohingya en el Centro de aprendizaje temporal de Mango en Kutupalong. No teníamos mucho que enseñarles, pero los niños disfrutaban venir. Aprendían el alfabeto, aritmética, poemas y canciones birmanos y disfrutaban del tiempo con sus amigos. Pero la pandemia de coronavirus ha cambiado todas nuestras vidas. Ahora no podemos ir a los centros de aprendizaje porque los estudiantes ya no pueden reunirse para las clases. Así que estamos ofreciendo clases en casa tan a menudo como podemos. Visitamos puerta a puerta para ver a nuestros alumnos y ayudarles con sus estudios, para que no se olviden de sus lecciones. No es fácil controlar a todos los estudiantes al mismo tiempo. Extrañamos hacer nuestras clases en los centros de aprendizaje.
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Aquí, en los campamentos de refugiados, vivimos de donaciones; dependemos completamente de ellos. Vivimos en alojamientos hechos de lonas y bambú. Siempre es difícil vivir aquí. Pero creo que la educación es el mayor problema. Aquí no tenemos educación de calidad: Solo tenemos educación básica. No es suficiente para quien quiera una educación y un futuro adecuados. Solía ir a la escuela en Myanmar, pero no se nos permitió estudiar más allá de la escuela secundaria. Solo estudié hasta el octavo grado. Enfrentamos una gran discriminación. Algunos niños y niñas aquí en los campamentos también desean tener educación formal y superior, pero no tenemos ningún país ni gobierno que nos brinde eso.
No tengo hijos, aún no estoy casada, pero quiero educación formal para nuestra generación futura. Espero que algún día tengamos educación formal para la comunidad rohingya. Tengo la esperanza.
Desde que salimos de Myanmar, nuestras vidas han cambiado por completo. Nos sentimos seguros aquí, pero pensamos constantemente en nuestros hogares en Myanmar. Extraño nuestra casa, nuestra tierra, nuestro jardín y nuestra vida cotidiana en Myanmar. Deseo volver a casa y recuperar todo. Todos extrañamos nuestro hogar, pero no podemos volver al mismo miedo.
Quiero volver a salvo y como ciudadana de Myanmar. Todavía espero que esto sea posible si la comunidad internacional ejerce presión sobre Myanmar».
*Tal y como se lo contó a Iffath Yeasmine