Daniela Puente (22) siempre había soñado con ser médica. En su cuarto año de la facultad, en Mérida, Venezuela, estaba muy cerca de alcanzar la meta. Pero justo en ese momento, la crisis en Venezuela se puso crítica. Su vida se volvió un caos, y como 4,2 millones de sus compatriotas, se tuvo que ir del país. Ahora, ese futuro que tenía tan claro desde su infancia se volvió incierto.
De repente, el restaurante de la facultad dejó de servir los desayunos de siempre. En vez de los huevos, las arepas, los panqueques y la fruta que siempre les había brindado a los estudiantes, la cafetería comenzó a repartirles vasos de leche tibia. Para la joven, estos vasos de leche se volvieron un símbolo de la crisis que había convertido a su facultad en un pueblo fantasma, desertada tanto por los estudiantes como por los profesores, que huían del país. Además de que la crisis empobreció a su familia, que antiguamente había llevado una vida de clase media: “Ellos son lo más precioso que tengo en la vida, entonces sabía que tenía que sacrificar mis sueños para que sobrevivieran”, dijo Daniela a ACNUR.
El número de niños inscriptos en las escuelas públicas se ha disparado: De 3.800 alumnos venezolanos en agosto del 2018 a 23.000 en mayo del 2019.
Marcharse implicaba dejar la carrera para la cual había hecho tantos sacrificios, compaginando los estudios con un trabajo a medio tiempo como moza durante sus años en la facultad de medicina. La joven pensaba que si lograba establecerse en Colombia, a lo mejor podría inscribirse en una facultad colombiana para cursar las pocas materias que le faltaban para alcanzar su título.
En febrero de 2018, Daniela consiguió salir de Venezuela. Gastó todos sus ahorros en el pasaje del autobús a Bogotá y llegó a la capital colombiana con 153 pesos, (unos 3 dólares), en el bolsillo. Y se dio cuenta de que su plan no iba a funcionar. En Colombia, las facultades públicas le pedían una visa de estudiante, su diploma de la escuela secundaria y los transcritos autenticados (documentos oficiales que son casi imposibles de obtener en la Venezuela actual). Las facultades privadas, más flexibles en cuanto a la documentación exigida, resultaban imposiblemente caras.
Problemas como los que enfrenta Daniela son trágicamente comunes entre los más de 4 millones de venezolanos que se han visto obligados a salir de país, huyendo de la inestabilidad económica y la crisis de seguridad pública y el colapso del sistema de salud.
Ir a la escuela: El otro drama
Un informe de ACNUR, basado en entrevistas con casi 8.000 venezolanos que han salido del país, sugiere que menos que la mitad de los niños venezolanos que viven en el extranjero están inscritos en la escuela. Entre las explicaciones de esta tasa desalentadoramente baja están “la falta de documentos, cupos limitados en las escuelas públicas y una escasez de recursos para pagar la matrícula”.
«Somos tantos jóvenes que hemos tenido que abandonar nuestros sueños»,
expresó Daniela Puente.
En Colombia, el país con el mayor número de refugiados y migrantes venezolanos, las autoridades han tomado una serie de medidas para mejorar la situación. Algunas escuelas primarias y secundarias han adoptado la política de inscribir a todos los niños venezolanos, sin tener en cuenta su documentación o su estatus legal en el país. En Bogotá, por ejemplo, el número de niños inscritos en las escuelas públicas se ha disparado, subiendo más del 600%: De 3.800 alumnos venezolanos en agosto del 2018 a 23.000 en mayo del 2019.
Pero aunque representen un buen comienzo, iniciativas como ésta no lo resuelven todo. Sin documentación, los alumnos venezolanos en Colombia todavía no pueden hacer el examen para entrar a la facultad, y tampoco se les otorgan los títulos oficiales. Son éstos los obstáculos a los que se enfrenta Andrea González, una brillante alumna de 17 que huyó de Venezuela, junto con su familia, a comienzos de su último año de la escuela secundaria. La familia echó raíces en la ciudad colombiana de Cúcuta, cerca de la frontera con Venezuela, y uno de los mayores puntos de entrada para venezolanos en busca de seguridad en el extranjero. Inmediatamente después de encontrar una casa, la joven , su mámá y papá, empezaron a hacer campaña con el director de la escuela pública más cercana para que la dejara inscribirse. Como Daniela, la estudiante de medicina, Andrea tampoco tenía la documentación exigida. Pero fueron persistentes, y el director cedió, aunque la colocó dos años atrás del nivel en el que había estado en Venezuela. Sin embargo, la adolescente lo interpretó como “una oportunidad para aprender más y refinar sus conocimientos”. Ahora, la adolescente es la mejor alumna de la clase y sueña con entrar a la facultad.
“Estoy convencida que las cosas cambiarán a tiempo y que la facultad me brindará la oportunidad de hacer el máximo de mi vida”, opinó Andrea.
Daniela también tiene esperanza. Actualmente trabaja como mesera en un restaurante en Bogotá, ganando un poco más que el salario mínimo de 250 dólares al mes, que en su mayoría envía a su familia en Venezuela. “Somos tantos jóvenes que hemos tenido que abandonar nuestros sueños”, expresó la joven. Y concluyó: “Pero yo sé que un día voy a conseguir ser médico. No sé cuándo y no sé cómo, pero sé que va a suceder”.